Praga, como todo enigma, tiene a la vez una cara dramática y otra luminosa, condición que expresa su trascendencia. El fenómeno acaba de manifestarse nuevamente con la muerte de Vaclav Havel, faz dramática de una de las figuras más luminosas del Siglo XX y cuidado si de la historia de esta bola contradictoria que llamamos mundo. Praga nos arde en la memoria desde que el estudiante Jan Palach decidió prenderse fuego en protesta por la invasión soviética a Checoslovaquia en 1968 y por la desmoralización que en los ciudadanos causó el despotismo impuesto por los tanques ferruginosos y moscovitas.
Lo paradójico es que esa fatalidad es recordada como “La Primavera de Praga”, debido la apertura iniciada por el eslovaco Alexander Dubcek en busca de oxigeno liberal, y aquí alumbra nuevamente el enigma de esa ciudad que huele a pastel mordido. El sueño de Dubcek de sacudirse la somnolencia del comunismo (verdadero opio de los pueblos) se vio truncado por la brutalidad soviética, pero tuvo la sabiduría, la paciencia y la visión de evitar una masacre en su propio suelo, y, quizá, porque entendió que el monstruo llevaba en sus entrañas el germen de su aniquilamiento, supo esperar nuevos tiempos hasta que la libertad volvió a brillar como las flores.
Como no hay comunismo que dure cien años ni cuerpo que lo resista, la democracia llegó en un tris del tiempo histórico con el nombre de Vaclav Havel convertido en el primer presidente de la maltratada Checoslovaquia y, el de Alexander Dubcek, terco pero prudente, transmutado en presidente del parlamento, acto simbólico que convirtió los huesos de las dos figuras en materia solvente para soporte de los sueños libertarios.
¿Libertad? Sí, sobre todo la del escritor que fue Havel, escapado de todas las ideologías, asido en sus primeros tiempos a la máquina de escribir con la que logró alto éxito como dramaturgo, el preso de conciencia de “Cartas a Olga”, hurgando en su interior para conjurar la falsedad del régimen asfixiante en que vivía y encontrar un norte para llegar a ser libre hasta de sí mismo: “Nunca en mi vida me he identificado con alguna ideología, creencia o doctrina, sean de derecha o de izquierda, ni tampoco con un sistema cerrado de pensamiento sobre el mundo”; en fin, un hombre viviendo a todo riesgo sin el contrapeso de lo preestablecido, pisando sobre el planeta como si éste fuera nuevo cada vez.
Pero sobre todas las cosas, Vaclav Havel fue un hombre sin odios, tanto que al llegar al gobierno de la patria recién liberada de los hacedores de tristeza, se convirtió en líder de la reconciliación, hasta el extremo de confesarle a Carlos Alberto Montaner que al llegar al gobierno, “eran tantos los policías y los gendarmes del régimen” (léase torturadores, espías y cuanto esbirro lo sostuvo) que decidieron pasar la página y olvidarse de eso.
Un poeta cuyo nombre no recuerdo, dijo: “un fantasma es un ciudadano que cambió de costumbres”, por eso escribo estas líneas como una plegaria para que el fantasma fresco de Vaclav Havel tenga larga vida y nos ayude a salir de esta pesadilla en que vivimos venezolanos, cubanos, ecuatorianos, bolivianos, nicaragüenses y todos aquellos que sufren tormento similar al que vivió el primer presidente de la República Checa cuando se encaró consigo mismo. Amén.