El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, pronuncia un discurso a los soldados en la localidad de La Fría, el pasado 20 de octubre. Chávez afirma que los exámenes médicos en Cuba demostraron que está libre de su enfermedad. Carlos Alberto Montaner
Ocho presidentes norteamericanos murieron mientras ocupaban la Casa Blanca. Cuatro fueron víctimas de enfermedades: William H. Harrison, Zachary Taylor, Warren Harding y Franklin D. Roosevelt. Cuatro fueron asesinados a tiros: Abraham Lincoln, James Garfield, William McKinley y John F. Kennedy. Otros seis estuvieron a punto de morir a manos de locos o criminales, pero se salvaron: Andrew Jackson, Teddy Roosevelt, Harry S. Truman, Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan.
Estas enormes conmociones políticas no perturbaron la marcha de las instituciones. Los vicepresidentes ocuparon pacíficamente la casa de gobierno, los cadáveres fueron solemnemente enterrados, se erigieron unos cuantos monumentos, hubo una bonita edición de sellos de correo, acuñaron alguna calderilla, la sociedad se secó las lágrimas y continuó sus actividades. Aquí no ha pasado nada.
Ése es el extraordinario aporte de Estados Unidos a la historia contemporánea: un modelo de Estado basado en la ley y en el funcionamiento de las instituciones, legitimado por el consentimiento de los gobernados, en el que el peso de las personas seleccionadas para dirigirlo provisionalmente es poco significativo, aunque se trate de gigantes como Jefferson o Lincoln. Las sociedades que han seguido de cerca esa influencia norteamericana, sometiéndose realmente al imperio de la ley, han conquistado la estabilidad y el progreso continuado.
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