sábado, 29 de diciembre de 2012

Newtown, después de la tragedia



ARMANDO GONZALEZ

 Es difícil, aun después de una semana, el poder es cribir una columna clara y objetiva sobre una tragedia de la magnitud de la ocurrida en Newtown, Connecticut, el pasado día 13. Los que hemos criado hijos, y ahora ayudamos a criar nietos, sentimos en lo más profundo de nuestro ser una sacudida emocional, un sentimiento de solidaridad con los padres y familiares de las víctimas de una tragedia inimaginable y con su dolor, que no terminará jamás.
 
Eso nos deja con un sentimiento complejo: ¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos hacer?.
 
 Es fácil, en momentos de desesperanza como estos el gritar a todos los vientos por “más”: más control de armas, más registros personales tipo aeropuertos, más diagnóstico
 
e institucionalización de enfermos mentales. Pero es mucho más difícil escribir leyes que puedan garantizar que Adam Lanza, el joven asesino de Newtown, no habría encontrado un arma, o no hubiera podido entrar al colegio por la fuerza, o no hubiera podido evadir el diagnóstico, tratamiento y supervisión que necesitaba. Y, lo más difícil de todo, es escribir esas leyes de forma que la república que quedara todavía luciera como los Estados Unidos en las formas que más apreciamos.
 
Esto no quiere decir que esas leyes no puedan ser escritas. En el campo de salud mental, en particular, yo creo que se pueden hacer reformas que harían la tragedia de Newtown menos probable. Pero tiene que ser con cuidado. Ese cuidado se hace aun más difícil en el caso de control de armas de fuego. La Segunda Enmienda a la Constitución dice: Porque una milicia bien regulada es necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho de los ciudadanos a poseer y portar armas no será infringido

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