Madrid -- Hay por lo menos tres lecciones que extraer del reñidero árabe. La primera es que los regímenes caudillistas y sin instituciones legítimas tienden a desembocar en la violencia cuando llegan a su agotamiento. El reemplazo se produce a cañonazos porque no hay modos pacíficos de transmitir la autoridad. Eso ha ocurrido en Túnez, en Egipto y luego en Libia. Quienes desprecian el estado de derecho a la manera de las democracias estables y prósperas de Occidente, no entienden que la gran virtud del sistema radica, precisamente, en la sustitución y renovación pacífica de los gobernantes seleccionados de un abanico de opciones diferentes. Es posible que elijamos a un cretino o a un inepto, incluso a un canalla (ocurre con frecuencia), pero a estos indeseables se les puede reemplazar sin dificultades en los próximos comicios. (Raúl Castro debería estudiar cuidadosamente lo que ocurre en el norte de Africa y sacar las conclusiones adecuadas).
La segunda lección tiene que ver con el petróleo. ¿Hasta cuándo las naciones importadoras de petróleo van a seguir aplazando el desarrollo masivo de fuentes alternas de energía? Recuerdo un vibrante discurso de Richard Nixon en 1973, hace casi cuarenta años, en el que juraba que Estados Unidos les pondría fin a las importaciones petroleras. En ese año, los países árabes productores de energía castigaron a Occidente por el apoyo dado a Israel durante la guerra de Yom Kippur. El costo del petróleo se multiplicó por cinco y medio planeta cayó en recesión. Desde entonces, todos los ocupantes de la Casa Blanca han repetido la patriótica cháchara de Nixon, con más o menos énfasis, pero el país, irresponsablemente, continúa