El muro
ARIEL HIDALGO
Siendo muy joven intenté escribir un cuento sobre un soldado boliviano durante la Guerra del Chaco que extraviado iba a parar a la frontera paraguaya y descubría que no había diferencia alguna entre las gentes de un lado y otro. Tras larga cavilación calificaba aquella guerra de absurda, tiraba su rifle por un barranco y desertaba. Al leerlo en un taller literario de La Habana, el destacado novelista cubano César Leante me convenció de que aquello no era un cuento, sino un ensayo. Entonces escribí un libro, Ensayo sobre las fronteras, que en un concurso nacional fue vetado porque, según uno de los jurados, carecía de interpretación marxista. Nunca se publicó, pero me llevó al convencimiento de lo absurdo de las demarcaciones fronterizas, generalmente artificiales y arbitrarias, sin distinciones étnicas entre un lado y otro de la mayoría de las fronteras, las cuales se corren y descorren según los vaivenes de la política internacional, muchas veces cortando y separando a los miembros de una misma gran familia, como los vascos de España y Francia, los quechuas de Perú y Bolivia, los guaraníes de Argentina y Paraguay, o los mexicanos de ambas orillas del Río Bravo.
El ser humano nació en un mundo sin fronteras y toda la Tierra era su patria, cuando iba de un sitio a otro emigrando como las aves según cambiaran las estaciones, sin obstáculos de muros o guardafronteras, montando su tienda donde le sorprendiera la noche y sin temor a que redadas de la migra interrumpieran brutalmente su sueño para hacerle regresar a la fuerza por el camino de llegada. Dicen que somos hoy más libres que antes porque podemos volar, bajar hasta las profundidades oceánicas e incluso trasladarnos al espacio sideral, pero en el suelo que pisamos tropezamos a cada paso con talanqueras.
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