lunes, 18 de febrero de 2013

El Estado de la Unión


                                                   
El presidente Barack Obama habla el miércoles pasado con trabajadores de la planta de Linamar Corporation en Arden, Carolina del Norte, sobre su plan económico.
Chuck Burton / AP

Armando González

 El pasado martes 12, el presidente Obama pronunció el tradicional discurso “El Estado de la Unión” donde, anualmente, el presidente de Estados Unidos informa a la ciudadanía sobre la evaluación del estado de la nación y planes de futuro. En su discurso de una hora, el presidente presentó su versión de cómo están las cosas en el país y en política exterior.
 
Es difícil analizar un discurso del presidente con toda objetividad, pero no sería apropiado el atacarlo irrespetuosamente porque tenemos diferencias ideológicas fundamentales. Así que, con ese cuidado y con deseo de objetividad, comentaré sobre el contenido.
 
Para comenzar, el discurso duró 60 minutos, un largo que estimo apropiado para una materia compleja que requiere claridad porque va dirigido a decenas de millones de televidentes. Esta claridad se hace aún más efectiva si nos preparamos para interpretar la retórica presidencial. Por ejemplo: “invertir” quiere decir “gastar”. “Enfoque balanceado” quiere decir “subir impuestos”. “Iniciativa” quiere decir “un nuevo programa del gobierno”. Etcétera, etcétera, etcétera.
 
El presidente reclamó en su discurso el haber “limpiado los escombros de crisis”, pero, después de cuatro años con déficits anuales de más de un trillón de dólares ($1,000,000,000,000) la economía permanece estática y, más aún, se contrajo en el último trimestre. El programa del presidente de “revitalizar el verdadero motor americano de crecimiento” a través de más gasto gubernamental y más impuestos continúa debilitando la economía, sin embargo celebró de nuevo esas políticas fallidas y las presentó como “historia de éxitos”.
 
Ordinariamente, un político cuya retórica esta en completa divergencia con la realidad sería expulsado del escenario político. Pero, con este presidente, las cosas son diferentes. Después de cuatro años de liderazgo fracasado, la mayoría de los votantes continúa juzgando a Barack Obama no por lo que ha logrado sino por quién es él. En una inversión irónica del criterio de juicio pregonado por el reverendo Martin Luther King, el público no juzga a Obama por “el contenido de su carácter (o sus acciones o sus logros)” sino por el color de su piel. El presidente, por lo tanto, está exento de las penalidades que otros líderes democráticos pagan cuando se desvían de la verdad. A diferencia de ellos, Obama puede vagar en el ámbito de la fantasía con impunidad. La mayoría de los votantes decidieron que, cualquiera que sean sus faltas, este presidente debe considerarse exitoso, aun cuando no ha tenido éxito; que debe recibir sus galones honoris causa y no porque se los ganó. ¿Quién sabe? Quizás ocho años de pobre liderazgo sea un pequeño precio a pagar por el valor simbólico del espectáculo.

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