Luis Prieto Oliveira
Todavía conmueve mi recuerdo aquel mitin que marcó el nacimiento legal de Acción Democrática, acababa de estrenar mis siete años y fui al Nuevo Circo, para ser testigo de un hecho al que todavía no podía dar credibilidad. Después de conocer, desde mi nacimiento, que la actividad política se ejercía en la clandestinidad y que nadie se llamaba por su nombre sino con seudónimos, íbamos a ver coronado un esfuerzo, que se inició en el exilio, en una pequeña frutería a orillas del Magdalena, donde, diez años antes un pequeño grupo de hombres redactó el llamado Plan de Barranquilla, piedra fundacional de todos los movimientos políticos que caracterizaron el corto siglo XX de Venezuela.
ARDI, ORVE, PDN fueron los nombres antes del nombre, pero los hombres eran los mismos, y el impulso, el afán, el desvelo eran idénticos. En un país donde se invocaba falsamente a Bolívar para condenar la existencia de partidos políticos, declararse político era casi como asumir una abierta declaración de culpabilidad. Hablar de revolución, de democracia, de sindicatos y huelgas, de campesinos y latifundios, era casi un carnet de ingreso a la cárcel. Los muchachos de 1928, que iniciaron esa rocambolesca aventura política, no sabían realmente a lo que se enfrentaban. Unos pagaron su osadía con grillos de 60 libras, en el Castillo de Puerto Cabello, en la Rotunda o en Las Tres Torres, otros fueron a trabajar con picos, palas y azadones, en las carreteras del Guárico, peligrosamente cerca de las casas muertas de Ortiz, donde acechaba el más maligno de los paludismos.
Casi como lo pintó Don Rómulo Gallegos en El Forastero, el país vivía en
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