viernes, 13 de junio de 2008

El espía ruso


El espía ruso
Abel Ibarra

No recuerdo quien lo dijo: La inteligencia militar es a la “inteligencia” lo que la música marcial a la “música”. O sea, que algo le falta a la “inteligencia militar”, para llegar a ser la razonable capacidad de comprensión que tiene la “inteligencia civil” de cualquier ciudadano que ama la vida. Lo mismo que le faltó a nuestro “Smart” Chávez, el émulo criollo del Súper Agente 86, cuando quiso imponer marcialmente su malhadado código con el que quería convertir a los venezolanos en informantes, ergo, delatores, es decir, sapos.
El espía mayor no contaba con dos cosas: uno, el espíritu libertario de la gente que no se dejó meter el contrabando del Socialismo del Siglo XXI, escondido en la maleta de doble fondo de la “Ley de inteligencia y contrainteligencia”. Del mismo modo como no se dejó embaucar con el fracasado currículo bolivariano, esa suerte de tábula rasa con la cual quiso pasarle la aplanadora ideológica a la historia, para hacerle creer a los venezolanos que el mundo comenzaba aquel 4 de febrero en que fue a esconderse en el Museo Histórico Militar, luego de su fracaso como golpista. La gente, es decir, los partidos políticos, los educadores, los profesionales, los estudiantes, la sociedad civil, se levantó en contra de ambos proyectos macabros, por el solo afán de defender la libertad.

La vida de los otros
El otro factor que derrotó a Chávez fue el sentido del humor de los venezolanos, que bautizaron el adefesio legislativo como “Ley GESTAPO” (debido a su contenido nazifacista), para terminar convertida en la Ley Sapo gracias a la dialéctica del choteo. El resultado fue que Chávez hizo mutis con cara de “yo no fui” y dejó en ridículo a sus alabarderos Calixto Ortega, Carlos Escarrá y Cilia Flores, quienes intentaron defender un proyecto que la gente había combatido exitosamente.
Parte del problema es que la “inteligencia militar” puede funcionar puertas adentro de los cuarteles, pero, fuera de allí, tropieza con el espíritu de una sociedad que, mal que bien, aprendió a vivir en democracia. Además de que la naturaleza propia del venezolano lo lleva a convertir en chiste todo lo que huele a trampa, como la que pretendía montar nuestro teniente coronel golpista.
Eso pudo ocurrir en países como Rusia o Alemania Oriental, donde la KGB y la STASI, cultivaron, además de la tristeza, los métodos de espionaje del nazismo y del estalinismo, para controlar la vida de los ciudadanos que vivían como en las calles asfixiantes de un cuartel. O en Cuba, donde, al decir del filósofo chileno-alemán Fernando Mires, Fidel Castro cometió un politicidio que acabó con toda oposición y disidencia para perpetuarse en el poder de su régimen policial.

El espía ruso
Para coronar el vacilón contra la mentada “ley”, la gente llenó las calles del país con muñecos con la figura del sapo, como diciéndole a Chávez que se la pasaban por el forro… de la piel del denostado e inocente batracio.
Una ley de este tipo resulta cuesta arriba, si no imposible de aplicar, en Venezuela, donde todo se sabe y los secretos aparecen en los traspatios de las casas como ropa puesta a secar. O donde existe una bonhomía desconocida por Chávez y que Rómulo Betancourt exhibió a pesar de su mano de hierro, en la lucha contra la derecha y la izquierda que pretendían derrocarlo.
Cuentan que durante esos años duros de los 60, estando el partido comunista en la clandestinidad y las guerrillas, agentes de la DIGEPOL le informaron al presidente que había descubierto la “concha” donde se escondía Rodolfo Quintero, marxista de vieja data y amigo de Betancourt desde los tiempos de 1928. Los policías le pidieron instrucciones y Betancourt les ordenó ponerlo preso. Idos los policías de la oficina, Betancourt levantó el teléfono y le dijo al propio Quintero, al otro lado de la línea: “Mira viejo pendejo, que ni siquiera te sabes esconder, salte de allí que la policía salió a buscarte”.
Chávez sabe entenderse con la chabacanería, pero desconoce el sentido de humor del venezolano. Ese que se evidencia en el cuento de un jerarca de la KGB, la policía política de la extinta Unión Soviética, que aterriza en Margarita. El súper tombo se para en una plaza pública y pregunta que dónde puede encontrar a Salazar. Y la gente le respondió al unísono, como en Fuente Ovejuna, con otra pregunta: “¿Cuál Salazar, señor, será el espía ruso?”.