El Papa Benedicto XVI oficia una misa en el Vaticano, en el 50o. aniversario del Concilio Vaticano Segundo.
Andrew Medichini / AP
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Dora Amador
Roma vive días fuertes en este octubre. El 9 se inauguró la 13 Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos con el tema: “La Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Ante la presencia de 262 padre sinodales de todos los continentes en la misa del domingo previo, 7 de octubre, Benedicto XVI nombró como doctores de la Iglesia al español San Juan de Ávila (1499-1569) y a la alemana Hildegar von Bingen (1098-1179), a quienes puso de ejemplo de lo que deben ser los hombres y mujeres de fe.
“La Iglesia existe para evangelizar” dijo el papa en su homilía y el Santo Padre se lo propone en grande. Por una parte llevar la Buena Nueva a los lugares donde aún no conocen a Cristo y su mensaje de salvación –aquí está hablando del envío de misioneros católicos principalmente a los países árabes, donde en muchos de ellos tuvo origen el cristianismo y creció por varios siglos, por otra, “a las personas que, aun estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia, y viven sin tener en cuenta la praxis cristiana”. Europa, América Latina y Norteamérica están en su mira y en su corazón desde que pudo comprender y nombrar lo que sucedía en los países de civilización cristiana de Occidente: la dictadura del relativismo, un término genial que valdría la pena estudiar.
El 11 de octubre se inició el Año de la fe, fecha histórica en que comenzó el Concilio Vaticano II hace 50 años, en 1962, y terminó en 1965.
Permítaseme citar las palabras de Benedicto XVI en la inauguración del Año de la Fe el jueves 11 de octubre. Nada como esas palabras nos hacen entender por qué la urgencia de esta decisión, de este ímpetu eclesial:
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