
No voy a mover un dedo
Abel Ibarra
Los latinos en Estados Unidos somos unos heraldos de la quejadera. Vivimos exigiéndole a nuestros gobernantes (aunque con poca convicción) que nos resuelvan los problemas que confrontamos en este país como inmigrantes, pero sin hacer la parte que nos toca para que esto ocurra.
Nos quejamos porque pagamos impuestos, porque aquí se trabaja mucho, porque los reales no nos alcanzan, porque esto es un fastidio, porque algunos gringos quieren tratarnos como ciudadanos de segunda, porque no podemos correr en las autopistas, porque hay algunas mujeres buenísimas que ni voltean a vernos y hasta porque hace mucho calor.
Si se trata de los problemas de los indocumentados, exigimos a rajatabla su legalización de modo incondicional bajo el argumento de comeflores de que el planeta es de todos. Y pare de contar reclamos que cada día aparecen como el musgo en las paredes del verano.
Pero a la hora de tomar las decisiones que podrían beneficiarnos como individuos y como colectivo, nos hacemos los locos y cantamos el himno de los paralíticos: “no voy a mover un dedo”.
Recientemente fueron celebradas elecciones para escoger representantes estadales, comisionados, jueces, tasadores de propiedad y miembros de las juntas escolares. ¿Y qué pasó?. Sí adivinaron, los hispanos no salimos a votar. En el condado de Pinellas sólo acudió a las mesas de votación el 12% de los electores latinos y en el de Hillsborough sólo el 10%.
Es una paradoja. Quienes nos vinimos aquí por distintas razones, lo hicimos partiendo de un piso común: el desmadre vital, político, económico y hasta emocional de nuestros países de origen.
Al sur del Río Grande y hasta la Patagonia, vivimos echándole la culpa de nuestros males a los Estados Unidos, pero nos venimos a este país a disfrutar de sus bondades como quien llega al Paraíso Terrenal, sólo a comerse las manzanas. Una de las razones que han llevado agua al molino del subdesarrollo en nuestros países, es nuestra falta de participación en los asuntos públicos.
Desde la muelle postración en nuestros sofás mentales vemos cómo transcurre la vida a trancas y barrancas, pero las cosas no salen como queremos, entonces le echamos la culpa a los políticos.
Y resulta que en nuestras maltrechas democracias, mal que bien, disponemos de un instrumento excepcional que se llama el voto para hacer que las cosas cambien. Es que acaso ¿son todos los políticos iguales?. No, así como toda la gente no es igual entre sí. Ocurre que hay políticos eficaces y maulas, probos y corruptos, confiables y tarambanas; del mismo modo como hay gente eficaz y maula, proba y corrupta, confiable y tarambana.
El problema es que como los políticos actúan al aire libre, se convierten en vitrina de la conducta huma y entonces es más fácil meterles el dedo en el ojo o romperles los vidrios con el único objeto tapar el hueco de nuestra propia irresponsabilidad. Y todas estas mañas y malas pulgas nos las trajimos en nuestras maletas hechas a la carrera.
Pero resulta que este país funciona porque tiene unas instituciones fuertes y unas leyes que sirven de autopista vital para que las cosas marchen. Y cuando no marchan, sencillamente está la participación ciudadana para enderezar los entuertos del estamento institucional.
Pero los latinos ni nos enteramos del asunto. Vivimos con la nostalgia de la arepa, pensando sólo en organizar certámenes de belleza para mantener vivas nuestras “raíces culturales”. ¿Qué tal?
Abel Ibarra
Los latinos en Estados Unidos somos unos heraldos de la quejadera. Vivimos exigiéndole a nuestros gobernantes (aunque con poca convicción) que nos resuelvan los problemas que confrontamos en este país como inmigrantes, pero sin hacer la parte que nos toca para que esto ocurra.
Nos quejamos porque pagamos impuestos, porque aquí se trabaja mucho, porque los reales no nos alcanzan, porque esto es un fastidio, porque algunos gringos quieren tratarnos como ciudadanos de segunda, porque no podemos correr en las autopistas, porque hay algunas mujeres buenísimas que ni voltean a vernos y hasta porque hace mucho calor.
Si se trata de los problemas de los indocumentados, exigimos a rajatabla su legalización de modo incondicional bajo el argumento de comeflores de que el planeta es de todos. Y pare de contar reclamos que cada día aparecen como el musgo en las paredes del verano.
Pero a la hora de tomar las decisiones que podrían beneficiarnos como individuos y como colectivo, nos hacemos los locos y cantamos el himno de los paralíticos: “no voy a mover un dedo”.
Recientemente fueron celebradas elecciones para escoger representantes estadales, comisionados, jueces, tasadores de propiedad y miembros de las juntas escolares. ¿Y qué pasó?. Sí adivinaron, los hispanos no salimos a votar. En el condado de Pinellas sólo acudió a las mesas de votación el 12% de los electores latinos y en el de Hillsborough sólo el 10%.
Es una paradoja. Quienes nos vinimos aquí por distintas razones, lo hicimos partiendo de un piso común: el desmadre vital, político, económico y hasta emocional de nuestros países de origen.
Al sur del Río Grande y hasta la Patagonia, vivimos echándole la culpa de nuestros males a los Estados Unidos, pero nos venimos a este país a disfrutar de sus bondades como quien llega al Paraíso Terrenal, sólo a comerse las manzanas. Una de las razones que han llevado agua al molino del subdesarrollo en nuestros países, es nuestra falta de participación en los asuntos públicos.
Desde la muelle postración en nuestros sofás mentales vemos cómo transcurre la vida a trancas y barrancas, pero las cosas no salen como queremos, entonces le echamos la culpa a los políticos.
Y resulta que en nuestras maltrechas democracias, mal que bien, disponemos de un instrumento excepcional que se llama el voto para hacer que las cosas cambien. Es que acaso ¿son todos los políticos iguales?. No, así como toda la gente no es igual entre sí. Ocurre que hay políticos eficaces y maulas, probos y corruptos, confiables y tarambanas; del mismo modo como hay gente eficaz y maula, proba y corrupta, confiable y tarambana.
El problema es que como los políticos actúan al aire libre, se convierten en vitrina de la conducta huma y entonces es más fácil meterles el dedo en el ojo o romperles los vidrios con el único objeto tapar el hueco de nuestra propia irresponsabilidad. Y todas estas mañas y malas pulgas nos las trajimos en nuestras maletas hechas a la carrera.
Pero resulta que este país funciona porque tiene unas instituciones fuertes y unas leyes que sirven de autopista vital para que las cosas marchen. Y cuando no marchan, sencillamente está la participación ciudadana para enderezar los entuertos del estamento institucional.
Pero los latinos ni nos enteramos del asunto. Vivimos con la nostalgia de la arepa, pensando sólo en organizar certámenes de belleza para mantener vivas nuestras “raíces culturales”. ¿Qué tal?